A finales del siglo XVIII la frontera del sur no llegaba más
que hasta El Salado, o –dicho con más propiedad- hasta la Guardia de Chascomús.
Fue por esa época que se iniciaron expediciones para fijar una línea defensiva
de guardias y fortines, tarea que terminó recién a mediados del siglo XIX con
la conquista y el dominio de lo que se denominaba Desierto.
Todo ese suelo, del Salado hacia el sur, constituía un
territorio dominado totalmente por los indios. La primera incursión se hizo por
encargo del Virrey Don Pedro Melo de Portugal en 1796 y Félix de Azara,
militar, ingeniero, explorador, cartógrafo, antropólogo, humanista y
naturalista español, fue el encargado de hacer la tarea de reconocimiento
encomendada.
Azara narró su día a día en un diario de expedición que se
convirtió en un valioso documento para escribir esta historia. La comisión
estuvo formada por 168 hombres, partió de Buenos Aires el 14 de marzo de 1796,
recorrió una línea marcada por el rio Salado y detectó pocos vestigios de
civilización.
Estuvo acompañado por el Comandante de Frontera Nicolás de
la Quintana, Manuel Pinaso, Carlos Pérez, el ingeniero y geógrafo Pedro Cerviño
y el agrimensor Juan Insiarte.
Tras el recorrido, un informe final fue elevado al Virrey
con distintas consideraciones y solicitaba la construcción de fortines en
sitios considerados como “adecuados” para establecer guardias. Todos debían
cumplir con condiciones esenciales, tales como: 1) Cubrir los territorios de la
Capital (debemos recordar que hasta 1740 los indios llegaron, en distintas
avanzadas, hasta la ciudad de Buenos Aires), 2) Que disten entre sí igualmente
con corta diferencia para que la línea sea de igual vigor en todas partes y
para que distribuya el servicio con igualdad a la tropa. 3) Que todos los
fuertes y fortines estén en una misma dirección y 4) que todos tengan buenos
pastos, tierras de labor y el agua necesaria.
Sin embargo, los conflictos con los portugueses en Brasil
llevaron a guardar este plan y recién en 1815 se decidió desempolvarlo y trazar
un nuevo mapa de límites, con algunos cambios como la incorporación de las
Sierras de Tandil en ese perímetro.
La ampliación, con la construcción del puesto de Kakel, en
1816, sirvió para extender los límites de civilización de Chascomús hasta Maipú
y comenzaron a instalarse los primeros puestos en lo que hoy es partido de
Madariaga.
El progreso rural avanzaba y había que dotar de seguridad a
los ciudadanos que se habían apostado en esta zona, aún agreste.
Cuando empezó a notarse la conformación de un núcleo poblado
en el antiguo Divisadero de los Montes Grandes, punto eminentemente tradicional
e histórico dentro del Tuyú.
El gobernador de ese entonces, General Martín Rodríguez,
definió hacia 1823 y 1825 seguir con la idea de consolidar los puestos
fronteras adentro en territorios ganados a las distintas tribus. Se hizo una
demarcación teórica hasta 1825. Ese año se conformó una comisión presidida por
Juan Manuel de Rosas, a quién acompañaron para hacer nuevos relevamientos y
observaciones astronómicas el ingeniero Felipe Senillosa, con personal y
técnicos a sus inmediatas órdenes.
Durante ese viaje se hizo la mensura en el campo “La Unión”,
de José María Peña.
El 28 de noviembre de 1825, Senillosa estuvo en la estancia
“El Tala”, de la familia Anchorena, que era la más próxima a lo que es la
ciudad de Madariaga. En esa fecha se le sumó a la expedición el oficial
Sabuidet, quién provenía de Chascomús junto a varios hombres.
Ese mismo día llegó el Coronel de Coraceros que comandaba
las fuerzas acantonadas de la Guardia de Kakel y permaneció allí hasta el 30 de
noviembre, momento en el cuál arribó el coronel Juan Manuel de Rosas, quién
venía desde Buenos Aires donde había conseguido presupuesto para la llegada de
una marcha de 60 peones y tres carretas con víveres y utensilios.
La Invernada fue uno de los dos puestos importantes que tuvo
la estancia Laguna de Juancho, junto a Martín García, ya desaparecido.
La Estancia Laguna de Juancho fue pionera en el Tuyú. Juan
Manuel de Rosas adjudicó 33 leguas de campo a su lugarteniente, el general
Félix de Álzaga y él mandó a construir el casco, que posee tres cuerpos con
paredes altas, techos de azoteas y arcadas cerrando las galerías.
Las paredes de ladrillo y adobe tienen 70 cm de espesor, las
azoteas están cubiertas de tejas provenientes de Marsella, Francia. Para dar
cuenta de la dimensión de la Estancia, alrededor de 1864 contaba con 100.000
ovejas, 60.000 vacunos y 14.000 yeguarizos aproximadamente.
Muerto don Félix, los heredó su hijo, Martín de Álzaga,
quien hizo construir el casco junto a la Laguna de Juancho y los dos puestos en
el mismo estilo de “La Postrera”, su estancia
en Castelli.
Álzaga se casó con Felicitas Guerrero, que en 1870 murió de
manera trágica, víctima de un drama pasional. Al no tener descendencia, las
tierras pasan a ser propiedad de su padre, Don Carlos Guerrero y a la muerte de
éste y de su esposa, Doña Felicitas Cueto, heredan estos campos los hijos del
matrimonio quienes se reparten las tierras.
De esta subdivisión, realizada en 1886, los veinticinco
kilómetros de playas y médanos costeros quedan divididos entre las estancias
"Martín García", "La Invernada", "El Rosario" y
"Manantiales", propiedad de Manuel y Enrique Guerrero.
El Puesto La Invernada
Con una superficie de más de 300 metros cuadrados, el puesto
La Invernada es de estilo colonial, con algunas influencias italianas como la
azotea y la amplitud de las arcadas. Un pasaje central al que se podía acceder
de a caballo separa el ala este, reservada al patrón con dos amplios ambientes
de la oeste, territorio de la peonada. Aquí, junto al calor del fogón se
reunían para compartir el mate, el asado y los relatos de las jornadas
laborales.
Valeria Guerrero Cárdenas de Russo en su libro Surge Pinamar
recuerda sus visitas a La Invernada.
Valeria, que era la hermana mayor, cuenta que vino a La
Invernada desde Mar del Plata, a mediados de abril cuando tenía 12 años,
alrededor de 1912. Viajó en el tren carreta con sus padres – Manuel Guerrero y
Raquel Cárdenas – hasta Juancho. Estuvieron esperando en el almacén de la
estación hasta que a la tardecita el capataz acercó el coche con cuatro
caballos.
Enseguida se hizo de noche y recuerda que el viaje fue
largo. Comenta que nunca había visto campos tan extensos, donde la vista se
perdía sin que nada se interpusiese.
“…el camino casi no estaba marcado, era una huella a ratos,
en otros ratos, sólo pasto y yo pensaba: ¿cómo no se pierde esta gente? Ya era
noche casi cerrada cuando alcanzamos a divisar, en lo alto de la loma, la casa
de La Invernada que, más que casa, parecía un fuerte, con esas paredes altas de
ladrillo. Es impresionante esta mole de edificación, casi cuadrada, con sus
enormes corredores, sola en lo alto, dominando el monte.
Pero me gustó mucho porque yo no imaginaba algo así. Bajamos
y allí nos esperaban doña Ramona, la mujer de don Antonio Álvarez (el capataz
que venía con nosotros) y sus chicos Enrique, Anita y Fernando; algo menores
que yo. Había también otros peones, hombres taciturnos, con sus bombachas y
sombreros negros, de ala ancha, botas, pañuelo al cuello, el cuchillo a la
cintura y una infinidad de perros de todos tamaños y razas que salieron
ladrando como locos.
Nos llevaron a nuestros cuartos. La punta de la casa que da
al Este papá la había hecho arreglar para hacerla más confortable. Le había
puesto piso de madera y había abierto una ventana. Del otro lado había cerrado
las arcadas y hecho otro cuarto más chico y un baño (con artefactos antiguos).
El lavatorio tenía un armarito abajo y cerámicas de colores. El cuarto más
chico fue para papá, que le gustaba vivir independiente, y mamá y yo dormimos
en el otro, que era enorme. Habían puesto allí también una mesa para comer y
escribir, con sus sillas y un aparador con ese juego tan conocido de loza
inglesa Willow, que tenía todo el mundo en esa época, como cosa corriente, y
que ahora no se encuentra más en ninguna parte. Si uno lo quisiera reponer,
solamente encontraría algún plato suelto en los anticuarios.
Sé que al lado de la casa no había mucho donde ir. Había un
gran aljibe, muchos perros y todo monte de tala alrededor.
Lo que sí recuerdo, y no podré olvidar nunca, tal es la
impresión que me causó, fue esa inmensa cocina adonde me fui a mirar cómo
hacían el asado, en un fogón redondo, debajo de la gran campana. Todo estaba
oscuro, no se veía nada de lo que había en ese cuarto tan grande. La única luz
la daban el fuego encendido y un candil de cebo en un tachito puesto encima de
un poste, al lado del fogón. Yo nunca había visto un candil.
En la estancia había lámparas de kerosene, velas, luz de
acetileno, así que me llamó mucho la atención esa forma de alumbrarse y más
todavía cuando me senté en un banquito bajo que me ofrecieron y empecé a mirar
en la penumbra a esos hombres sentados también en banquitos o en cabezas de
vaca, pasándose el mate que cebaban con una pava toda negra de hollín, con
movimientos lentos, sin decir una palabra, si no allá de tanto en tanto, una
frase suelta que no necesitaba contestación. Así pasó el tiempo. No sé cuánto
habrá sido, pero al menos una hora y media o dos, siempre igual, y yo estaba
quieta también y cada vez más asombrada con algo que se me hacía tan raro, como
de cuento. Parecía un cuadro, esa gente de campo a la antigua. No se les veía
casi nada más que las caras y las manos a la luz del fuego y del candil. Lo
demás, las ropas oscuras, las botas, se esfumaban en la oscuridad de la cocina,
tal como en esos cuadros de Rembrandt que he visto después en los museos”.
¡Qué recuerdos más lindos tengo de esa primera ida a La
Invernada!” (Valeria Guerrero Cárdenas de Ruso. Surge Pinamar)
En el año 1989, Valeria Guerrero donó a la Municipalidad de
Gral. Madariaga el predio donde se encuentra La Invernada, el cual posee una
extensión de 24 hectáreas con la finalidad que sea destinado a museo
tradicionalista y que en el lugar se desarrollen actividades culturales, turísticas,
recreativas y educativas.
Datos extraídos de Ensayos de Historias y Folclore
Bonaerense, de Rafael Velázquez, año 1939, y Reseña Breve del puesto La
Invernada, de Valeria Guerrero.
GENERAL JUAN MADARIAGA El Tiempo
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