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El desgarrador relato de una mujer que sobrevivió a un accidente en el que murieron sus dos hijas y su pareja


Habló sobre la angustia durante sus días en el hospital mientras una de sus hijas agonizaba, el duelo, su nuevo modo de atravesar la maternidad y su reconstrucción personal.

“Un día me subí al auto con mi familia para volver a casa, pero eso no pasó. Y la vida como la conocía, como la entendía, no fue así nunca más”. 

Laura Saiz habla pausado, con la calma de quien mira un fogón. Lo hace como si todavía estuviera recorriendo con sus ojos las imágenes, intentando entender lo que tuvo que vivir a partir del 6 de abril de 2014.

Hasta entonces, era una mujer de 34 años que se había mudado con su pareja, Leandro, y sus tres hijos (Lehuel de 16 años, Lucila de 14 y Laurita de 6) a una casa enorme de la localidad de Venado Tuerto a probar suerte; una mujer que extrañaba la ciudad y volvía de vez en cuando a Buenos Aires a visitar a su familia.

Esa tarde de domingo, después de pasar unos días con tíos, primos y abuelos, regresaba al pueblo santafesino con su marido, con las nenas y su cuñado Walter por la ruta 8, cuando un camión se les cruzó en el camino cerca de la localidad de Colón. Los diarios hablaron de “una colisión mortal”. Laura lo supo después: después del choque murieron todos, ella fue la única sobreviviente.

A seis años de la tragedia que, como ella misma señala, cambió para siempre su mirada “sobre la vida”, decidió contarlo todo en Soy la madre (Qeja Ediciones, 2020), un libro desgarrador en el que, de manera precisa y muy conmovedora, hace dos reconstrucciones. 

Como toda novela de non-fiction, por un lado, repasa con enorme detalle la intimidad de una mujer llena de deseos, temores y sueños para sus hijos y su marido; sus memorias del accidente en sí, sus días en la cama de un hospital mientras le informaban que su hija adolescente y su esposo habían muerto, las horas de dolor mientras su hija menor agonizaba en un sanatorio cercano y ella quería ir a verla.

Por otro lado, está también la reconstrucción propia: la de una persona que se rearma después de atravesar una experiencia tan extrema; la que decide salir adelante pensando en el hijo que no viajó ese día fatal y que está vivo.

SOY LA MADRE

"Domingo 6 de abril de 2014.

Las fuentes policiales informan que el hecho ocurrió esta tarde poco después de las 15 horas. Colisionaron un auto y un camión. Los ocupantes del automóvil debieron ser liberados por personal de bomberos. La única sobreviviente sería la madre.

Yo, soy la madre".

Así comienza el relato que hace la escritora del día en que su vida cambió para siempre. Hasta ese momento, una mujer que había tenido su primer hijo a los 18 años con Leandro, su novio de la juventud. Lehuel o el Bocha era un bebé tranquilo, según cuenta su mamá, y un joven lleno de amigos al momento en que se fueron a vivir a Venado Tuerto. 

La segunda fue Lucila, la Cashi, una adolescente compañera y cariñosa con su mamá, una chica de 14 que contaba los días para su cumpleaños de 15. Y, tercera, la “hija de la vejez”, como bromeaban familiarmente, Laurita, la Uaua, una nena muy querida y protegida por sus hermanos mayores.

Después de años de vivir en la ciudad, se mudaron a Venado Tuerto, en Santa Fe. Leandro quería llevar adelante un emprendimiento comercial que provocó varios comentarios en el nuevo lugar de residencia. Los días, según el recuerdo de Laura, eran apacibles, pero también estaban plagados de esa incertidumbre que trae lo desconocido.

“En Venado yo sentía una sensación de amenaza. Nunca jamás me imaginé algo de esta magnitud, claro. Pero tenía una sensación rara, era la primera vez que alejaba de mi ciudad, que nos mudábamos, que cambiábamos de vida. Yo no sé hoy si fue mi duelo con Buenos Aires o si yo sentía de algo de ansiedad, pero era muy recurrente apenas nos mudamos llamarlo a Leandro y decirle ‘hablame, poneme a los chicos en el teléfono’. Y fue loco darme cuenta que después del accidente eso no estuvo más. 

Entonces no sé si es por todas las teorías que aprendí en este camino y es cierto que nuestras almas se acuerdan en algún momento del paso por esta vida y que habría alguna alarmita en mi cabeza o qué. Ciertamente no lo viví como una premonición ni como un presentimiento. Es decir, de haberlo visto con una claridad tipo película hubiese tenido otras precauciones. Nunca hubiese viajado. Pero sí recuerdo una sensación de cuidado, de amenaza, de miedo”.

Contó la escritora.

Entre los preparativos buscaron colegios para los chicos y se instalaron en una casa grande. Tuvieron un jardín, dos perros, cinco bicicletas; empezaron, muy de a poco, a conocer a la gente del lugar, los chicos se hicieron nuevos amigos.

Un fin de semana decidieron ir a hacer compras y a visitar a la familia a Buenos Aires. Los extrañaban. A último momento Lehuel, pese a las protestas de su madre, convenció a su padre de quedarse en Venado Tuerto. El resto viajó y pasó unos días agradables en la ciudad. 

Compras, comida en familia, reencuentros. Para el viaje de regreso, se sumó Walter, que iba en el asiento del acompañante al lado de su hermano, mientras que las chicas y Laura, que iba leyendo un libro de Jorge Bucay, estaban atrás. A menos de 100 kilómetros de llegar a destino, un camión se les interpuso (Laura lo sabría mucho después: el conductor se había quedado dormido).

“Un camión nos pasa como loco, medio en el aire. Sujeto a las nenas junto a mí. Rezo automáticamente para calmar mi taquicardia. Los años de escuela católica me dejaron ese hábito. Wal es un buen copiloto y le da sugerencias a Leandro (...). “Lean, cuidado es boludo”, le dice Walter. No lo noto nervioso, y me inquieta ese comentario. Entonces levanto la vista del libro. Dos luces en contramano vienen directo a nosotros".

Describió Saiz en Soy la madre.


“Con Leandro fuimos novios de muy chiquitos y quedamos embarazados muy jóvenes. Cuando llegamos de algún modo a un momento muy pleno, sucede esto”.

Apuntó Laura, quien asegura que desde joven se vinculó con la escritura como una manera de plasmar sus vivencias: 

“Desde muy chica lo viví como una necesidad de expresarme. Tal vez muy apasionada en los primeros años. Una llega con algún tipo de estado, de emoción y arma un pedacito de la vida en un papel, o cuenta un sentimiento enorme, un deseo”.

—En este caso, diste un paso muy grande: eso que escribías para la intimidad, en un diario, o para alguien, ahora pasa a ser un libro que circula ante mucha gente. ¿Cómo surge ahora esta idea de contar una experiencia tan profunda?

-Por una parte, necesitaba contar la historia, no necesariamente porque era la de mi vida, sino porque era un modo de inmortalizar a mis hijas, de perpetuar a alguien que ya no está y a quien pueden conocer con mi relato. En las terapias y las reuniones de duelo que hice, escuchaba que decían “bueno, vamos a reencontrarnos, en algún momento vamos a volver a verlos”. Pero yo tenía 34 años cuando se murieron Leandro y mis hijas, entonces pensaba que ese reencuentro podía llegar a tardar como 40 años más y de algún modo había que darle sentido a la vida de los que nos quedamos. 

Además, buscaba, googleaba libros de mamás que perdieron hijos, y veía que siempre era la más joven, era la que había perdido dos hijos y a su esposo, necesitaba leer material de alguien que hubiese sobrevivido a un hecho así. 

Hasta que creí que de algún modo yo podía contarlo. Mi libro no es un manual, ni tiene ninguna indicación de duelo o de paso a paso. Ellos murieron y yo me encontré viva, y me encontré con un hijo que no había viajado, que había perdido a su padre, a sus hermanas y tenía que reconstruirme para él.

 

-El libro tiene muchos detalles de diálogos, objetos, la ropa que usaban tus hijas, las cosas que les gustaban, un festejo del día de la madre muy especial. ¿Cómo fue para vos esa reconstrucción? Porque de alguna manera tuviste que volver a pensar en cuestiones muy dolorosas.

-Sí. Por una parte, fue necesario que yo tomara cierta distancia del hecho para tener una idea y una estructura de poder hacerlo de una forma literaria y necesariamente ésta historia es a través de lo que yo percibí. Fue un trabajo recordarlos para volver a armarlos, fue un trabajo, por ejemplo, poder describir cómo era mi hija, porque uno va a lo fácil y dice “bueno, era linda”. 

Pero claro, yo la conozco, tengo su imagen. Poder comprender que alguien lea el libro y vea a mi Lucila o a mi Laurita fue todo un ejercicio en el que alguna vez, por supuesto, la emoción me tomó leyendo un capítulo en voz alta o reconstruyendo la escena de cocinar juntas, un mensaje de “te amo mamá”. 

De algún modo aprendí a setear mis emociones, en algunas circunstancias decía “bueno, mi cabeza no puede ir para acá”, o “en este momento no puede ir para acá”, entonces lo controlé. Fue un ejercicio, primero con algunos temores y dudas, hasta que se hizo empezó más fluido. El libro finalmente lo escribí de la mano de la escritora Leticia Martín en su taller literario.


—¿Pensabas que esas “escenas” habían ocurrido en tu vida? ¿Te podías despegar para escribir?

-En algún momento me encontré diciendo "wow, qué bien que quedó este capítulo, o “¿se entiende que quiero decir esto?” o bueno, “¿quedó plasmada la presentación de los personajes en tal situación?”. Y después pensaba: “pará, esto es mi vida, son mis hijas”. Porque está contado en primera persona todo el tiempo, es una autobiografía absoluta, pero está en el orden cronológico que yo lo percibí y yo lo entendí


 VIVIR PARA CONTARLO


¿El conductor está muerto?”. ¿Qué dicen? ¿Y mis nenas? ¿Qué hospital? ¿Están solitas?

-¿Cómo se llama el conductor?

Está muerto– repite la voz.
Varias manos maniobran mi cuerpo para acostarme en una cama. Veo brillo en mi pecho. Me toco y descubro que son astillas de vidrio. Me molesta el brazo derecho. Hay una aguja, logro distinguir mi nombre en un envase de suero.

Laura– interrumpe la voz nuevamente.

– contesto.

Tu hija, Lucila. Está muerta.

-Hay algo muy impactante al leer tu libro y que tiene que ver con cómo se va formando tu identidad en cada relato a partir del día del accidente, y que esa identidad siempre está totalmente asociada a la maternidad. De hecho, el título del libro no es ni más ni menos que “Soy la madre”. ¿Cómo fue esa decisión?
—El proceso de escribirlo tuvo que ver con reconstruir mi identidad. A veces digo “tengo 41 años”, pero a veces pienso que tengo 6, que son los años que pasaron desde el accidente. Porque todas mis ideas y perspectivas de la vida cambiaron a partir de ese día. El hecho de que el libro se llame Soy la madre fue por pensar en esta tarea titánica del que queda vivo y de los que se fueron. 

También tiene que ver un poco el lugar que una tiene en la sociedad como “la madre de”, y, en este caso, “la madre que perdió a las hijas”. Yo podía notarlo cuando estuve internada: nadie podía mirarme a los ojos, veía ese temor en los demás de estar adentro de los horrores y escenarios más adversos para cualquier ser humano. 

Y sucedió que cuando leí las notas del hecho, las noticias decían “la madre, la madre, la sobreviviente”, “la madre que resultó ilesa". Siempre era "la madre”.


—Hasta que empezaste a ver la imagen de Lehuel.

—De a poco empecé a sentir realmente y apasionadamente que tenía que estar entera para mi hijo, porque también era su madre. Que tenía que tener la valentía suficiente para poder despedir a mi hija y estar ahí durante sus últimos días, mientras estuvo internada. Me aterraba que ella sintiera mi miedo, me decía: “Soy su madre, tengo que protegerla”, incluso en el estado en el que me encontraba. 

No quería ser egoísta, porque yo podría haber gritado, pateado, llorado, y hubiese estado bien, era injuzgable. Mi idea era que las madres cuidamos, las madres protegemos y en esa situación me salió así.

—¿Cambió tu idea de lo que implicaba ser madre con el paso del tiempo?

-Fui totalmente una mamá nueva, muy liviana de miedos y muy liviana de un montón cosas cuando entendí que yo no escribía mi destino. Fue aprender a seguir cuidando y protegiendo siempre, pero hoy soy otra. Me costó mucho tiempo, al principio, poder decir “soy mamá y dos hijas están muertas”. 

Al principio era casi imposible decir la palabra “morir” y el nombre de ellas. No iba “muerte” y el nombre de ellas.


—¿Tuviste que trabajar mucho para poder ponerlo en palabras?

-Sí, fue un trabajo de mucha terapia, de mucho entendimiento, de realmente querer vivir con vida, con plenitud. Uno siempre está atravesado por el recuerdo, por la falta, por la ausencia, sobre todo en los momentos felices. 

Más de una vez me encontré pensando “¿pero si acabás de pasarla genial, por qué estás triste?”. Por eso, porque era tan lindo que quería compartirlo con ellas que no están. Entonces entendí que para mí era muy importante salvar al hijo que había quedado vivo.


-Lo definiste como una línea a seguir.

-Sí, totalmente. Porque un hecho así te paraliza y realmente toda una familia se derrumbó y todos morimos de alguna forma ese domingo. Pero no podía detenerme 40 años, 50 años y ver cómo mi hijo vivo muere también por los que ya se fueron. 

Espero ese reencuentro con el alma, sé que va a pasar en algún momento. Pero pienso en el recorrido hasta que eso llegue, pienso “bueno, algún día voy a ser abuela” o “veré a mi hijo hacer tal cosa”. Cuando lo escuché reír por primera vez después de ese domingo sentí que entendía porque yo estaba viva.

—¿Fuiste creyente? ¿Lo sos? ¿Cambió en algo tu fe a partir de lo que te tocó vivir?

-Fui a escuela católica desde salita de 3, así que siempre fui muy amiga de Jesús (risas). Pero muy amiga en serio, le hablaba a Jesús, lo llevaba en la bici. Fui muy creyente, soy creyente, aunque me enojé. Me enojé.
-¿Te enojaste, por ejemplo, en el tiempo en que estuviste internada con tu hija en terapia?

-Sí, en los días que Laura estuvo internada y que rezábamos. Porque pedíamos ese milagro y no llegaba. Hasta que se hizo muy difícil entender que habían muerto todos y que, sin embargo, me quedaba este lugar en la vida. Una siempre tiene el hábito, después de tantos años de escuela católica, de dejar a los chicos en la puerta de la escuela y decir “Dios los cuida”, o persignarse y sentir esa presencia. 

Y sentí que con todo esto me había estafado. Pero de algún modo uno regresa a creer, tiene la necesidad de creer en el cielo, en el reencuentro, en alguien que nos cuida, y en un plan más grande. Así que no voy a misa todos los domingos, pero no estoy lejos de la fe.

-¿Y te enojaste con la situación en sí o con la persona que se quedó dormida y a partir de entonces tuvo lugar el accidente? ¿Pensaste, no sé, “¿por qué no manejé yo?” “¿por qué no hicimos las cosas de otra manera” o algo por el estilo?

-Sí. Sobre todo, en los primeros meses. Pero con el tiempo fue muy claro para mí que el duelo pesaba mucho más cuando estaba enojada. Mucho más. Entonces fue una necesidad y una decisión absoluta sacar de mi universo a esa persona. Yo nunca la busqué. Sé quién es, por supuesto. 

El recorrido en reversa, pensar “si me hubiese quedado” o “si no hubiésemos hecho tal cosa”, el repaso de los hechos es algo que hacemos mucho. Pero también ante lo irreversible y la magnitud del dolor era agregar algo que no tenía sentido. Creo que el primer año después del accidente podía llorar 24 horas, podía sentir cómo me quemaba la piel. Era tanto el vacío que no tenía más espacio para sumarme o imaginarme más cosas. Sentía que era como agregarle al dolor que ya era muy grande.

“La cuidé tanto. La abrigué cada invierno para que no se enferme. La ayudé a rendir biología para que pase de año. Le bajé la fiebre. Sequé sus lágrimas y reí sus risas y no importa ya. Ella se fue y no la puedo tocar. Mi cuerpo se desangra de tanto dolor. No puedo entender. Hace segundos me sonreía. Mi útero se rompe y lo siento. Soy las venas abiertas del suicida. Soy la locura y el horror del escenario maldito de una película siniestra”.

Describió Laura en su texto. 

En los días que siguieron al choque, mientras se recuperaba de los golpes, la llevaron en silla de ruedas a la morgue a ver a Leandro y Lucila, mientras su hija menor estaba en un hospital de otra localidad, en coma. Cuando le informaron que el cuadro de Laurita era irreversible, la acompañó al lado de su cama hasta el final.

-¿Qué te imaginaste que iban a sentir los lectores a la hora de atravesar mediante tus palabras esta historia? ¿En qué lectores pensaste?

-Al principio uno siempre lo asocia a alguien que haya perdido hijos. Yo creo que me esforcé en contar toda la experiencia emocional que tenía sobre los hombros, todas estas inseguridades con las que yo me manejaba. Y pude ver que de algún modo había una fuerza interior que estaba, que yo no inventé ese domingo. 

Creo que esto también puede llegarle a alguien que siente que la ruptura de su noviazgo es el fin o alguien que tenga a toda su familia sentada a la mesa y que esté tapado, agobiado; una persona que no tenga el foco en lo valioso que es todo eso en guardar esos instantes y que vea que todo, todo siempre es una circunstancia. Sé que hay muchas realidades y hay personas que lidian muchos años con la posibilidad de que sus hijos mueran por enfermedades o lo que sea. En lo que a mí respecta fue la impronta de lo inesperado.


—¿Creés que muchas veces las personas nos preocupamos de más?

-Yo también lo hago, incluso después de que haya pasado lo que me pasó. Nos perdemos un poquito en las rutinas, en no sentarse y decir “esto de mirar juntos una película de Disney en el sillón fue alucinante”, o protestamos porque hay migas o gritos, y uno reniega, se enoja. 

Yo me encontré mil veces diciendo “no puedo hacer nada en esta casa” y después me llené de orden, me llené de silencio, me llené de espacios y fue terrible. Entonces dije “ay, qué valiosos eran esos gritos, el ruido, los líos”. Entonces creo que un libro así puede llegar a todos. Para poder creer en que uno puede reconstruirse, reinventarse, aferrarse. Y sobre todo valorar todo lo que tenemos.

A dos años del accidente, también un 6 de abril, Laura retomó sus estudios y empezó a cursar la carrera de Psicología, en la Universidad de Buenos Aires (“para tratar de entender”, asegura). Había levantado su casa de Venado Tuerto, había armado “34 cajas con dos vueltas de cinta” con objetos y ropa de todos y se había mudado nuevamente a la ciudad con su hijo mayor –que hoy tiene 22 años y vive con ella– para transitar la vida juntos.

“La vida se volvió muy vertiginosa. Y encontramos la manera de permanecer conectados, de respetar los espacios, vernos absolutamente diferentes. A lo mejor al principio íbamos a destiempo, pero yo aprendí a respetar mucho su lugar, en primera instancia necesité que él siguiera siendo mi hijo. 

En general, las primeras personas que se le acercaban le decían ‘bueno, vos ahora sos el hombre de la casa’ y no tenía que ser así. Obviamente alguna vez lloré en el hombro de mi hijo. Hemos ido al cementerio a dejar flores y nos abrazamos y lloramos, pero yo nunca lo invito al dolor. Le dejo el espacio cuando lo necesita y siempre estoy como mamá”.

Contó.

Hace siete meses, mientras el mundo empezaba a moverse incierto al ritmo de la pandemia por el coronavirus, Laura dio a luz nuevamente: nació León, fruto de su relación con Marty, su nueva pareja.

—¿Cómo fue volver a apostar a armar una familia y la llegada de este bebé?

– Impensado. Totalmente impensado. Pero Marty es un gran compañero y es necesario una mano pareja para seguir viviendo. Inimaginable, para mí ese lugar lo había ocupado una sola persona, con la que estuve desde los 18 años. Y éramos pareja, hermanos, amigos, compinches, una confianza de hermanos. 

No es fácil volver a construir, pero pude y en un momento me vi diciendo “encontré un amor”. Es difícil para todos apostar de nuevo, pero también en el trabajo de conocer a este hombre, no comparo, no espero. Y, de algún modo, la vida se hace más liviana con un compañero.

—A la vez volviste a parir, a apostar ponerle el cuerpo a la maternidad. ¿Te costó?

—La verdad es que hice una especie de trabajito de concentrarme en este momento, León es León. León no viene a ocupar ningún espacio. En este momento mi cabeza está en este bebé. Por supuesto debajo de mi almohada cuando llegó había una remerita de cada una de mis hijas que nos cuidan, que nos ayudan. 

Pero, así como yo pude construir una mamá entera para Lehuel en su momento, ahora hay una mamá para León, que llega a mis 40 años. Porque el duelo no le pertenece. Este duelo no es parte de su historia. Él sabrá que yo tuve cuatro hijos y que hay dos hermanitas en el cielo.


-¿Creés de alguna manera en una suerte de sanación, inclusive después de lo que te tocó vivir?

-Sí. A veces me he encontrado diciendo “hubiese sido mejor perder las piernas que las nenas”, pero entonces me preguntaría por qué no puedo caminar. Y las tendría a ellas. De algún modo siempre el alma tiene una herida grande. Yo volví a amamantar y cada vez que ponía la teta en la boca de León sentí que alimentaba a mis cuatro hijos. O me veo en la puerta de la escuela. O pienso en la mochila de Campanita. Pero me encontré sonriendo. Me encontré bailando. Me encontré volviendo a amar. 

Y eso es necesario para transcurrir la vida. Alguna vez escribí algo que hablaba de que yo necesitaba que Lehuel volviera a amar la vida. Que yo la tuve que amar también para poder enseñarle eso a mi hijo. Y fue ese proceso: sentir el pasto, tirarnos al sol, ir más livianos. Siempre digo que es más fácil agarrar las ropitas de las nenas y tirarme a llorar en la cama que vivir y sonreír. 

Es mucho más fácil. Pero es una decisión que no creo que se pueda llevar adelante. Uno mira alrededor y están mis hijos, mis hermanos, mis padres, los padres de Lean, los hermanos. Es mucha gente que te dice “vos sobreviviste, vos estás”. Y es necesario sanarlo y llevarse con eso, pero sanar.

-¿Hablás con los que ya no están?

-Les escribo (se ríe). Les escribo mucho. Y también me he encontrado hablando con ellos. Tengo como una idea de que Leandro es el protector y guía de Lehuel y las nenas son unas lucecitas. Algunos me dicen “vos tenés tu asistencia en el cielo, vos tenés un 0-800 directo con la fe”. Y sí, muchas veces lo sentí así. 

Me costó un tiempo decir sus nombres. Pero hoy acá en casa tenemos un cuarto al que le decimos “cuarto mariposa” y es donde están las cositas de ellas, mi escritorio, la biblioteca, la impresora y todo lo que tenga que ver con escribir.





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