A veces, el destino se ensaña con la precisión de una tragedia griega. El 26 de diciembre de 2004, en las paradisíacas islas Phi Phi de Tailandia, la vida de Carolina Vardabasso Blanco se dividió para siempre. Lo que comenzó como un descanso familiar entre las fiestas de fin de año terminó siendo el escenario de la catástrofe natural más devastadora de la historia moderna, una que se llevó a su esposo y a su pequeño hijo de 13 meses.
Carolina, una diseñadora de interiores rosarina que entonces vivía en Malasia, recuerda con una claridad punzante el entusiasmo previo. “Teníamos cinco días libres entre Navidad y Año Nuevo y volver a Rosario o a Buenos Aires nos demandaba dos días de vuelo. Así que optamos por ir para allá, entusiasmados por el hecho de que todo se hace caminando y era un destino ideal para ir con chicos”, relata sobre aquellos días donde el mar era sinónimo de calma.
La mañana del desastre, el hotel se llenó de un estruendo que ellos confundieron con el júbilo de la noche anterior. “Creíamos que alguien todavía seguía festejando desde temprano. Seguimos haciendo el bolso como si nada”, recuerda. Pero el sonido no era una fiesta, sino el avance implacable del Océano Índico. Cuando salieron de la habitación, el agua ya les llegaba a los tobillos. En segundos, a la cintura.
Diego Talevi, su marido, fue el primero en comprender la magnitud del peligro. Sus últimas palabras hacia ella fueron una orden cargada de instinto protector: “Dame el gordo y vamos”. Diego tomó a Bruno, su bebé, y en medio del caos se separaron. Fue la última vez que los vio con vida.
El abrazo de la muerte y el "techo" de esperanza
Carolina fue arrastrada 150 metros por una masa de escombros y agua negra. En ese torbellino, la lucha por sobrevivir se transformó en una extraña rendición. “Trataba de agarrarme, pero no tenía sentido. Ya no podía respirar. Y llegó el momento en que dije: 'Bueno, ya está', y me entregué”, confiesa. En ese umbral, un pensamiento le dio paz: “Me quedo tranquila, porque Bruno se quedó con el más capaz de los dos”.
Sin embargo, el destino decidió que ella se quedara. El agua la depositó en un primer piso, bajo un techo donde finalmente pudo volver a inhalar aire. Al salir, el paraíso era un camposanto: “Todo estab
El regreso y la batalla contra la culpa
Durante las primeras horas, el shock actuó como un anestésico emocional. Carolina, herida en sus piernas y su rostro, solo pensaba en localizarlos. “Trataba de anotarlos en las missing lists, con el objetivo de encontrarlos a ellos, no a mí”, explica. No fue hasta días después que su madre, Teresa, le confirmó la noticia que su alma ya presentía: “No me tuvo que decir nada, cuando me dijo que los habían encontrado ya lo sabía”.
Tras un mes de internación en Singapur, regresó a una Argentina donde la ausencia era ensordecedora. Allí comenzó el duelo más difícil, el que se pelea contra uno mismo. “La culpa es lo más complicado de procesar”, asegura. Pasó años preguntándose si ella habría podido salvar a Bruno si lo hubiera cargado ella. “Es hasta que te das cuenta de que no hubieras podido hacer nada. Hasta que entendés que un segundo no hubiera cambiado la situación”.
Las lecciones del abismo
Hoy, desde su Rosario natal, Carolina no habla con solemnidad, sino con la sabiduría de quien ha mirado a la muerte a los ojos. “El haber estado de cara con la muerte, mirarla muy de cerquita, prácticamente sentir el perfume, te hace aprender un par de cositas”, reflexiona.
Para ella, la supervivencia no fue una elección, sino un proceso de aceptación forzada: “Aprendí que por más que no quieras, al otro día te vas a levantar igual. No hay una forma de retroceder lo que pasó. Tenés que aprender a sobrellevarlo, es la única manera”.
Su historia hoy se resume en tres pilares que comparte como legado: la importancia de disfrutar lo cotidiano antes de que falte, la certeza de que siempre se puede salir del fondo y, quizás la más cruda, que las tragedias no les pasan solo a "otros". Porque, como ella misma dice, “nosotros somos el otro”. El mar se llevó a su familia, pero tras dos décadas, no pudo llevarse su voluntad de seguir habitando el mundo.
GENERAL JUAN MADARIAGA El Tiempo

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