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La vida del hombre que todos los días durante 2 horas levanta un cartel motivador en el semáforo



El nudo vial es la vía de acceso este a la ciudad de Mendoza. Su nombre es elocuente: se ingresa por arriba, por abajo, por el medio y por el costado. Convergen autopistas, avenidas, calles, una terminal de micros, casas de comidas rápidas, estaciones de servicio, hoteles. Es el foco de manifestaciones, convocatorias, siniestros y bocinazos: la representación del caos y el hastío urbano. Es, a su vez, la raíz que Abel Trillini intenta sanar: la esquina y el semáforo que eligió para dedicarle dos horas de su día, desde aquella primera mañana del lunes 15 de agosto de 2016.

Siempre había sido su referencia geográfica. Se reconoce despistado. Nunca supo andar bien en colectivo: cada vez que se desorientaba en los recovecos de la ciudad volvía a la terminal de micros a la vera del acceso, donde el mundo se le hacía más confortable y previsible. Lo dispensaba ese caos, calmaba su angustia. Aunque advertía que su paz confrontaba contra una ciudad acelerada, ruidosa y exacerbada. “Quería que ese lugar en vez de ser algo negativo, sea algo positivo”, dice. Empezó a hacerlo un lunes, dos días después de que su sobrino le dedicara una canción.

El sábado 13 de agosto de 2016 la banda local Willy Tertulian tocó en el escenario de N8, un espacio cultural y sala de shows mítico de la ciudad que no resistió la pandemia. Abel fue a ver tocar a Matías, su sobrino, sin saber que escucharía una canción titulada Oregon. La primera estrofa dice “puedo ver que detrás de tus risas hay miserias”, el estribillo dice “pocos hay en esta historia que comprendan tus memorias” y la canción dice que hay un hombre con cicatrices que se fue al norte a buscar la paz y que hoy es el héroe de su imaginación.



“Cuando la empecé a escuchar, le pregunté a mi esposa: ‘¿está hablando de mí?’. ‘Sí’, me respondió. Quedé de patas para arriba”. Supo, después, que una de sus hijas le había narrado a Matías extractos de su vida: apenas los retazos superficiales de un padre que intentó suicidarse nueve veces que una hija adolescente puede comprender. Esa canción significó un despertar casi místico en Abel. Y se le ocurrió algo: retomar una idea que había visto, una experiencia que había vivido, reconvertirla y ejecutarla en el seno del alboroto mendocino.



Quería hacer algo. No sabía qué. Decidió pararse en una esquina a blandir un mensaje. Tenían que ser palabras ordenadas en una cartulina. Pararse enfrente de un semáforo del nudo vial y levantar una leyenda. Se lo contó a Susana Morán, su esposa, que tardó minutos en elaborar una respuesta. “Te va a ir bien”, le dijo. Abel sopesó las consecuencias. Pararse enfrente de un semáforo tiene una connotación asignada en Argentina. Lo hace gente que cambia show, estampitas, alimentos o nada por una dádiva desinteresada. Él no deseaba retribuciones. Pensó que vestirse de gente común podía confabular contra sus intereses. Eligió ponerse el traje italiano que su esposa le había regalado para su boda.



En una cartulina blanca escribió: “Sonrían porque están vivos y solo por eso hoy puede ser un día hermoso, queda en ustedes”. Llegó a las seis y media de la mañana. La incertidumbre lo paralizó durante una hora: dejó pasar cientos de semáforos porque le embargaba el miedo al rechazo, al desprecio de la gente. Juntó valor y salió a escena. Era un hombre de casi cuarenta años y casi dos metros vestido para ir a un casamiento sosteniendo un cartel por encima de su cabeza con un mensaje optimista. El acto causó sensación inmediata. Su primo Jesús lo sorprendió en el semáforo y lo primero que pensó era que quería pedirle una renovación de votos matrimoniales a su esposa. Pero no. Bastó una foto, una publicación en redes sociales, la viralización y un apodo para difundir su acción. “No me imaginé tanto éxito. Pensé que iba a tener que remarla mucho más. La gente se preguntaba qué estaba haciendo este tipo acá. Cuando leían el cartel se les llenaba la cara de sonrisas. La gente se volvía loca. Al otro día salí en el diario, di entrevistas”, cuenta.



El primer día se entusiasmó. Se quedó hasta las diez y media de la mañana. Cree haber alzado el cartel más de 150 veces. “¿De dónde saqué tanta euforia? Fueron tantas las mañanas que quise estar muerto que ahora que estoy vivo sonrío. Por eso puse eso: sonrían porque están vivos. Quería con un cartel y once palabras cambiarle el día a alguien”, relata. Volvió al día siguiente, y al otro día. La pandemia interrumpió su rutina. Regresó. Ahora lo hace de lunes a viernes desde las siete hasta las nueve de la mañana: la misma esquina, el mismo semáforo, la misma gente que ya lo conoce y lo saluda agradecido.

Es Abel Trillini. Tiene 45 años. Nació, se crió y vive en Mendoza. Es hijo de un padre que lo abandonó y una madre que no dio abasto. Lo cobijó la calle y los comedores. Comió de la basura y de los comedores. “Cuando tenía cuatro años, mi viejo llevó todo al límite: la fajó a mi vieja varias veces y se separaron. Nunca más volví a verlo hasta los 16 años porque me dijeron que se estaba muriendo. Ahí lo conocí realmente. Hablé con él y se excusó por habernos dejado. Culpé a mi viejo de muchas cosas feas, pero había sido la vida, no mi viejo. Lo perdoné el día que se murió. Cuando limpié su departamento encontré un altar dedicado a mí, a mis hermanas y a mi mamá. Cartas escritas, rosarios, oraciones, un ángel de la guarda. No era que no nos amaba, eligió amarnos en silencio. Él tomaba un remedio para la epilepsia que lo hacía poner violento. Es mi teoría, o lo que yo quiero creer”.

A principios de la década del ochenta, gobierno militar, depresión económica, Silvia, su mamá, tenía un sueldo que no alcanzaba. Reforzaba su ingreso mensual con rifas: dividía una cartulina en 100 números y vendía cosméticos, platos, tazas, recuerdos de su casamiento y hasta un martillo. La quiniela nocturna de la provincia elegía al ganador. Él, hermano mayor de Inés y Laura, salía a ofrecer los números por las calles de su barrio. Era un niño de seis años. Perdió su inocencia el día en que un comerciante le compró una rifa, la invitó a pasar a su casa y lo violó. “Viví un infierno. Durante dos años, me violó nueve veces. Sufrí vejaciones de todo tipo”, cuenta.



Abel calló. El hombre lo amenazaba con hacérselo también a sus hermanas. “Cada vez que me violaba, me quería quitar la vida -dice-. A los dos días de la primera violación me tiré abajo de un auto. Otra vez me golpeé la cabeza contra una pared, otra vez me quise ahogar en un lago, otra vez tomé veneno. Ahora puedo hablar de esto sin llorar pero me costó treinta años asimilarlo”. Escuchaba ruidos, golpes en su cabeza. Vivió en hospitales mientras se reparaban sus heridas suicidas. En una conferencia en la que habló de empatía, confesó: “En el colegio nadie me preguntó por qué dejé de escribir prolijo, por qué lloraba sin razón, por qué empecé a bajar las calificaciones. En segundo grado la maestra pasó por el banco, agarró mi cuaderno, me llevó a la dirección y me decía que tenía que ir a una escuela para niños discapacitados. Si ella hubiera sabido que yo moría de miedo de que ese hombre cumpliera su promesa de violar a mis hermanitas”.

Cuenta que de los seis hasta los 19 años fue alcohólico: “Me alcoholizaba para ir a la escuela. No quería vivir. Yo entiendo a los alcohólicos y drogadictos. A veces duele tanto estar vivo y querés que eso te deje de doler. Tuve una época de tinieblas: las conozco de punta a punta. Si me preguntás por qué tiniebla estuve, he estado en todas. Mucha gente se quiere morir por alguna razón, pero hay gente que directamente se quiere matar. Y yo me quise matar nueve veces. Convivo con mis demonios todo el tiempo”.

Dejó el alcoholismo a los 19 años cuando conoció al amor de su vida. Trabajaba en un kiosco cuando vio pasar por la puerta a una mujer. “La vi y no cabía duda que iba a ser mi esposa. Salí y le grité que la amaba. La clienta me dijo ‘¿quién es?’. ‘Mi esposa’. ‘¿No es muy chico para estar casado?’, me preguntó. ‘Es que todavía no nos casamos’, le respondí. ‘¿Entonces es tu novia?’. ‘No, porque todavía no lo sabe’, le dije”. Durante tres meses le gritó desde la puerta del comercio que la amaba. Susana correspondió a su amor. Se casaron hace 24 años y tres hijas: Sofía de 21 años, Melanie de 19 y Eugenia de 18, una sobrina adoptada que sienten suya.

En 1997 emigró a Estados Unidos con su esposa. Se instalaron en Oregon, un estado de la costa oeste de los Estados Unidos. Ahí nacieron sus dos hijas biológicas. Abel trabajaba como empleado de un gremio que administraba el mantenimiento de todos los edificios, los shoppings y las grandes cadenas: ganaba mil dólares por día en promedio. “Era Gardel con guitarra eléctrica”, recuerda. Hasta que un día, por un trabajo de 25 minutos y 150 dólares, la suerte viró.

“Estaba pintando una cenefa en una cornisa de un tercer piso, al lado del gallo veleta, en la casa de un conocido. Le dije que yo le hacía el trabajito. Subí, estaba hablando por teléfono y no estaba prestando atención cuando puse la escalera sobre el techo. La escalera se resbaló y cayó, yo alcancé a agarrarme del techo y lo demás es historia. Aguanté segundos agarrado pero fueron como siete días que estuve cayendo”. Fueron doce metros de caída y de revelaciones. Se dio cuenta -dice- de que había vivido con el veneno de querer matar al hombre que lo violó, enojado con su papá que lo había abandonado y con su mamá que no le daba de comer, y que solo veía a sus hijas dormir. “Estaba enojado con el mundo y conmigo mismo”.

Cayó tres pisos, doce metros y solo se esguinzó la muñeca. Fue el detonante de su regreso. Dejó de escapar y volvió a Argentina en 2012 con su esposa y sus dos hijas. En el país se encontró con escáneres que no andaban en el aeropuerto de Ezeiza, una sola oficina de migraciones, una cola de 150 personas ansiosas, basura en el piso y un intento de asalto en la terminal de Retiro. “La cagué”, pensó. Se instaló en su vieja Mendoza. Perfeccionó su oficio de pintor. Estuvo cuatro años preso de la desilusión y la desesperanza hasta que la canción que le dedicó su sobrino le devolvió un recuerdo.

En 1997, en plena persecución de su sueño americano, estaba padeciendo el frío de Nueva York, mientras Susana se encontraba buscando la América en California. En Manhattan, lejos de su tierra y de su esposa, vio a una persona parada en la calle sosteniendo un cartel que decía “free hugs” (abrazos gratis). El hombre medía dos metros, era fornido y tenía brazos gigantes. Abel necesitaba un resabio de contención. “Fui y me dio un abrazo de la puta madre. Todavía me acuerdo. Pensé ‘este tipo se debería dedicar a abrazar gente de por vida, habría que pagarle por dar abrazos’”.

Hizo de ese abrazo neoyorquino miles de carteles mendocinos. El 70% de las frases son suyas. Las escribe la noche anterior y tienen relación directa con lo que le atraviesa. Primero lo hizo sobre cartulinas, después le donaron un cartón prensado donde escribía con tiza, después alguien le regaló un cartel luminoso que se quemó y lo reemplazó por una chapa roja. “Después de seis años me di cuenta de que fondo rojo y letras blancas es lo mejor: se lee más claro. Lo pinto con pintura económica. Es la más fácil de limpiar. Lo lavo todos los días”, dice.

Llega al inicio este de la ciudad de Mendoza en su auto con su cartel y su mameluco para cambiarse. “Lo que vivo en la calle a diario es difícil de describir. Yo pongo un cartel y la gente se pone a llorar a gritos porque leyeron lo que necesitaban leer. El 95% de la gente lo lee y me saluda. Pero hay otros que viven muy enojados y ni siquiera leen el cartel me dicen ‘planero’, ‘garca’, me dicen que vaya a laburar. Y sí, después me voy a laburar”, cuenta y se ríe. Dos horas después, pasadas las nueve de la mañana, se cambia y sale para la obra, donde trabaja. Su empleo, y el de Susana, es pintar: colorean departamentos, casas, edificios, hoteles. Ahora trabajan en la ciudad de Mendoza, cerca de su hogar, a donde vuelven pasadas las ocho de la noche. Ahí los espera Eugenia, su hija putativa que cursa el último año de la escuela secundaria.

A las siete de la mañana del día siguiente, otro cartel, otro mensaje en la misma esquina desde hace ya seis años. Los nenes de jardín que se cruzó en un semáforo de 2016 ya están terminando la primaria. Ellos crecen y él se va achicando. Dice que ya saluda a todo aquel que se acerque a un radio de doce metros y que colecciona y memoriza nombres y caras. Todos lo conocen como “el motivador del nudo vial”.



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