Una verdadera travesía que duró unas 36 horas con una
sucesión de inconvenientes increíbles. Fallas técnicas, lluvias intensas,
crecidas del mar y mucho más en una anécdota con un gran valor histórico.
Un lector envió la historia, con lujo de detalle, la
aventura del recorrido realizado el verano de 1952. La crónica del viaje de
vacaciones narrado en primera persona por César Carballeda, fue publicada en
2013 y cuenta cómo fue el recorrido con destino a Mar de Ajó.
“Les escribo para contarles un viaje-odisea a Mar de Ajó en
el año 1952. Mi hermana mayor se encargaba de programar las vacaciones y los
destinos. Ese año se le ocurrió visitar Mar de Ajó, pues tenía referencias de
sus hermosas playas.
Fue así que un mes de enero, con mi otra hermana, una amiga
de ellas y mi primo hermano Rogelio que tenía 15 años, salimos de viaje rumbo a
esas playas. Mi hermana había sacado los pasajes en la empresa San Miguel, que
salía de la calle Güemes, a una o dos cuadras de Plaza Italia.
Debíamos viajar a las 23.30 horas. Yo vivía en el pasaje La
Fronda entre Gavilán y Boyacá.
Recuerdo que mi primo llegó a casa acompañado por mi tía, en
un taxi Mercedes Benz de 1950 (N. de la R.: seguramente un “Hormiga Negra”) y,
en la puerta de mi casa, veo aparecer desde Juan B. Justo al taxi con un…
¡Baúl! en el techo. Bajaron mi tía y mi primo -con saco blanco y corbata- y el insólito
baúl que se habría por la mitad. De un lado se colgaban los sacos y del otro se
acomodaba el resto de la ropa.
A las 22 horas mi padre, siempre preocupado por estar a
horario, dio la orden de partir; fue a buscar dos taxis y nos repartimos los
cinco que viajábamos y mis padres. Eran dos autos enormes, Plymouth uno y
Chevrolet 51 el otro. A la hora de salir de casa empezaron los truenos y
relámpagos que anunciaban una gran tormenta.
Llegamos a la estación de Güemes, que no era otra cosa que
un viejo corralón con una estrecha entrada a la izquierda de un local. El
acceso era empedrado y al fin de ese “pasillo de entrada” un espacio como para
tres micros, con alero a la izquierda y al frente.
Esperamos un tiempo largo, pues habíamos llegado un poco
temprano. De pronto ingresó un micro frontal, con puertas plegables a derecha e
izquierda, con capacidad de 28 pasajeros sentados, puerta de emergencia trasera
con dos ventanitas a cada lado de la misma. Era amarillo en el techo y verde
abajo -similar a los colores del Micro Mar- tenía portaequipaje en el techo y
la correspondiente escalerita a la derecha de la puerta trasera, la cual
permitía subir el equipaje.
Empezaron a cargar el portaequipaje: primero con cajones de
bebidas y distintas provisiones para el hotel San Miguel, propietaria de la
empresa de transporte de pasajeros. Una vez que completaron esta carga, llegó
el turno de nuestros equipajes y no se imaginan el asombro de los changarines
cuando tuvieron que cargar el baúl de mi primo. Terminaron con esto cerca de
las 23.25, se acomodó el pasaje y como al costado de nuestro micro había otro,
marca Chevrolet, motor delantero, modelo 1947, el nuestro tuvo que salir de
culata.
El pasillo era tan estrecho que prácticamente las paredes
casi raspaban las ventanillas. Cuando estuvimos por fin en la calle Güemes, se
largó una lluvia torrencial. El micro buscó la avenida Santa Fé, dobló en
Pueyrredón, siguió por su continuación Jujuy hasta Brasil, giró a la derecha
por Vélez Sarsfield hasta el Hospital Rawson. Luego tomó Barracas y cruzó el
viejo Puente Pueyrredón hasta llegar a Avellaneda.
A esta altura la lluvia era tan intensa que los pasajeros
que estaban en los últimos asientos tuvieron que venir para la parte delantera,
porque filtraba agua por el techo. El micro era una catramina lenta y tardamos
una eternidad en llegar a la ruta 2. Ya en la misma, los relámpagos iluminaban
la noche, mientras nos pasaban los Aerocoach de Micro Mar, los Parlor Coach
G.M.C. de El Cóndor, los Beck de Pullman Atlántico y los frontales de Costera
Criolla como si estuviésemos parados.
Como a las 3 de la mañana vimos unas luces: eran las de
Atalaya. El cansancio y el sueño hicieron que el pasaje viera este parador como
un oasis en el desierto.
Los chóferes anunciaron que parábamos 15 minutos y todo el
pasaje bajó no solo para comer las deliciosas medialunas y tomar un café con
leche, sino también para hacer sus necesidades fisiológicas. Transcurridos esos
minutos, re-emprendimos el viaje y, a las 7 de la mañana, llegamos al parador
de Dolores.
Allí estaban, estacionados, varios micros de la Río de la
Plata y un Leyland imponente, frontal, de color azul, de la Empresa El Alba.
Todos tenían con destino a las playas de Ajó.
Desayunamos y los chóferes decidieron partir a pesar de las
advertencias que les hicieron los colegas de las otras compañías sobre la ruta
de tierra que comenzaba solo a dos kilómetros del parador, una vez que se
cruzaban las vías ferroviarias: estaba intransitable. Pero nuestro micro debía
seguir, pues llevaba las provisiones para el hotel.
Tras los dos kilómetros de asfalto, llegó la tierra y el
comienzo de la odisea. Era un barrial impresionante que, a poco de abordarlo el
micro se encajó. Para sorpresa del pasaje, aparecieron paisanos a caballo que
lo sacaron del empantanamiento. Hicimos unos cuantos kilómetros bailando de un
lado a otro por la huella, hasta que se rompió un palier.
Parados en el medio del campo, uno de los chóferes abordó un
carro que pasaba por el lugar para ir a buscar un palier de reemplazo. Luego de
dos horas de espera, volvió acompañado de un mecánico que colocó el palier
nuevo y seguimos viaje.
Ya estábamos cerca del mediodía cuando se volvió a encajar.
Los chóferes pidieron al pasaje que se baje para empujar el micro. Mi primo,
con su impecable saco blanco de verano, se ubicó para empujar en la parte
trasera izquierda con tan mala suerte que de la mano contraria venía un camión
a toda velocidad, para no encajarse: lo llenó de barro, adiós saco blanco… toda
su vestimenta era marrón.
Reanudamos el viaje; a cada tanto nos encajábamos en el
barro, pero aparecían los paisanos, nos sacaban y se repetía la historia hasta
que, por fin, divisamos un caserío a la derecha del camino, una iglesia, una
pulpería, y otras dos o tres casitas más. Paramos en la pulpería para
alimentarnos, estábamos en Villa Roch, poco antes de General Conesa.
Reanudamos el viaje y a pocos metros cruzamos un arroyo, a
través de un viejo puente que crujía bajo las ruedas del micro. Seguimos
haciendo kilómetros, encajándonos y siendo liberados por los paisanos hasta que
empezó a caer la noche.
A eso de las 21 horas, con el pasaje cansado y hambriento,
el micro se encajó poco después de pasar el cementerio de General Lavalle, en
el cruce de la ruta en el cual se debía tomar a la derecha para hacer unos 20
kilómetros, para luego doblar a la izquierda y rumbear para el acceso a la playa
por Santa Teresita.
Los chóferes nos dijeron que iban a General Lavalle, para
llamar al hotel e informarles que estaban retrasados por el estado de la ruta.
El tiempo pasó, los chóferes no regresaron y entonces los hombres del pasaje
decidieron ir a la entrada de una estancia a un kilómetro de la ruta, contar lo
que nos pasaba y pedir que los acercaran a General Lavalle para localizar a los
chóferes.
Mientras esto sucedía, la gente gaucha de la estancia le
dijo al pasaje que bajara, que nos iban a preparar corderito asado hasta tanto
pudiésemos reanudar el viaje. Las mujeres nos hicieron subir a mí y a mi primo
al portaequipaje para bajar los cajones de bebida y así aportar algo al asado
gratuito que nos brindaban los lugareños. Disfrutamos de un hermoso asado,
volvimos al micro como a las 3 de la mañana y a eso de las 8 am llegaron los
hombres trayendo por la fuerza a los chóferes… que se habían ido a dormir a un
hotel de General Lavalle.
Los paisanos desencajaron el micro y re-emprendimos el
viaje.
Llegamos a la playa de Santa Teresita y tuvimos que esperar
que bajara la marea –los chóferes tenían una tabla con el horario de las
mareas– para reiniciar el viaje esta vez a través de la playa.
Cruzamos por debajo del muelle de pescadores que aún se
conserva en Santa Teresita, seguimos varios kilómetros por la playa hasta que
en el medio de los médanos apareció, por fin, la figura del Hotel San Miguel,
un hermoso edificio de dos o tres pisos y techo de tejas. Allí paró el micro
para descargar lo que había quedado de las provisiones y seguir hasta Mar de
Ajó.
Al mediodía llegamos a destino, ¡luego de treinta y seis
(36) horas de viaje!. Mi hermana le preguntó a un lugareño donde estaba la
parada de taxis y éste le señaló un sulky de carrocería de paja: ése era el
taxi. Ocupamos tres sulkys, dos para los pasajeros y el restante para el baúl
de mi primo. Debíamos ir a la hostería “El Caballito Blanco” que está a unos
dos kilómetros del pueblo en dirección a Pinamar. En ese paraje estaba esta
hostería, el Hotel Silvio, la comisaría y una casa que era la curiosidad de la
gente pues se asemejaba a un barco. Cuando le contaba a mis hijos y a conocidos
que habíamos tardado 36 horas en llegar a Mar de Ajó no lo podían llegar a
entender. Claro, como iban a creerlo si hoy se viaja en muy pocas horas… Odisea
aparte, este viaje fue, es y será un recuerdo imborrable mientras viva“.
GENERAL JUAN MADARIAGA El Tiempo
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